Había caído en el pecado de sus ojos recién pintados, que yacían húmedos bajo mis atisbos de perfección, oscilando entre un añil pálido, y una tormenta de verano.
Dejando tras sus brillantes labios, una elipsis de incertidumbre y sueños, que descendían hasta sus clavículas desgastadas, que levemente enmarcaban, una pálida y delicada piel, de un color extraño, fruto de arena cálida y luna llena.
Rastro de un colorido cuadro combinado entre un jersey de rayas, y un abrigo de un lúgubre negro fundido.
Y habría descendido hasta el infierno por su risa, aquella aterciopelada voz azul, que dejaba en el ambiente un eco ensordecedor y ciego, fruto de mi posterior mudez hacia el mundo, una mezcla entre el choque de las olas y el tintineo de las estrellas en la noche. El canto, del mismísimo fuego.
Qué habría de hacer sino más que alimentarme de su odio, y embriagarme con su belleza, que cual canto de sirena, pretendía ahogarme bajo la seguridad de mi balsa.
Si hubiera habido alguna tentativa de acierto, habría mordido su manzana envenenada, y saboreado indiscutiblemente el jugo de su zumo dulce, siendo irrefutablemente expulsada del paraíso.
Pero me odiaba, y el paso que hacía falta hasta el amor, describía kilómetros entre su horizonte y el mio, porque en el fondo, dejando a un lado su inicial embrujo, ni siquiera, se acordaba de mi nombre.
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